lunes, 4 de febrero de 2008

VETTONES EN EL BARRANCO


Hacia el siglo VI a.C., la península Ibérica era un inmenso territorio poblado por comunidades de diferente grado de evolución social y económica. A la llegada de la tribu vettona, el Barranco y sus contornos estaba ocupado por gentes de muy diversa cultura y herencias étnicas. Miembros de antiguas inmigraciones de carácter indoeuropeo de finales del Bronce o principios de la Edad del Hierro procedentes del centro de Europa, eran los moradores de sus parajes. Los vettones llegaron a esta parte de la península formando parte de las inmigraciones que sobre estas fechas se sucedieron a través de los Pirineos, juntamente con otras tribus celtas. El territorio vetton en principio, debía ocupar las actuales provincias de Salamanca, Ávila, Cáceres, parte de la de Valladolid, Segovia y Zamora. Una nueva inmigración, la de los vacceos y arévacos, obligó a los vettones a replegarse por la periferia de la Meseta.

En torno al 500-400 a.C. se produjo un cambio profundo en el interior de la península. La puesta en práctica de nuevas formas agrícolas, (proceso de deforestación, conversión de zonas de bosque en pastos y campos para el cultivo), provocó que los asentamientos fuesen más grandes y de ocupación más prolongada (sedentarización), un crecimiento demográfico y jerarquización social. Se empiezan a construir murallas, torres, fosos y los poblados fortificados se denominan genéricamente castros. Cambia la actitud hacia los muertos, se incineran y guardan en urnas, las que depositan en necrópolis fuera del recinto urbano. Se da el desarrollo generalizado de la metalurgia del hierro y adopción del torno industrial de alfarero, para producir cerámica.

En el territorio comprendido entre la cuenca del Tajo y la línea del Tormes-Duero se desarrolla a partir de la II Edad del Hierro la cultura "Cogotas II", que podemos identificar históricamente con el pueblo céltico de los Vettones, y que se caracteriza por un proceso de creciente organización territorial, ya iniciado a finales del Bronce, que conducirá a la creación de grandes oppida. Estos se enclavan en lugares elevados, de fácil defensa, controlando estratégicamente el espacio circundante y orientado hacia el aprovechamiento de los recursos ganaderos. El modelo de ocupación de estos poblados fortificados revela una jerarquía de los asentamientos en relación con el control de los pastos, dentro de una economía en la que predomina la trashumancia local, y en la que la agricultura es meramente subsistencial.

El Barranco de las Cinco Villas no fue ajeno a estas circunstancias y en el habitaron durante mucho tiempo gentes de tribus vettonas que se asentaron en estas tierras en donde encontraron recursos para su subsistencia y desarrollo.
Vivian en pequeñas aldeas agrícolas y apacentando sus rebaños. De economía marcadamente pastoril en las que las cabañas ovicaprina y bovina desempeñaron un papel esencial. No hay que desestimar actividades complementarias como el trabajo metalúrgico, la explotación de canteras y las relaciones comerciales con otros pueblos. Los lugares que fueron habitados en aquella época ofrecían en líneas generales las siguientes características:

Poblados que podrían albergar una población que oscilara entre varias decenas de habitantes a unos pocos centenares, sobre penillanuras y lugares elevados con amplia visibilidad que permiten controlar los territorios circundantes y las vías de comunicación. Una organización interna simple con viviendas junto a la muralla, o bien grupos de casas con paredes medianiles comunes formando pequeñas manzanas. En otros casos simples cabañas circulares de adobe o tapial, sobre cimentación de piedras de granito que se distribuyan sin ordenamiento aparente.
Los castros mas antiguos estaban defendidos con troncos y empalizadas de madera, otros construyeron murallas de piedras, fosos y estacas hincadas para dificultar los ataques de poblaciones hostiles. Pero la inmensa mayoría vivía básicamente en pequeños poblados sin ninguna intención defensiva.

En el área del Barranco los estudios arqueológicos son prácticamente nulos y, por lo tanto, conocemos bastante mal la anatomía interna de aquellos lugares en donde pudo haber asentamientos aunque hay evidencias muy notables.



Los poblamientos se concentran generalmente en valles fluviales y junto a estribaciones montañosas, controlando las vías de pasos naturales y buscando tanto las tierras fértiles de fondo de valle y los pastos de los paramos. La topografía de los poblados vettones pone de manifiesto que los sitios elegidos suelen ser puntos elevados y de difícil acceso, erizados en rocas graníticas que constituia un elemento de defensa. Esta preocupación por la defensa natural se completaba con obras artificiales de fortificación: murallas, torres, fosos y campos de piedras hincadas. Estos campos de piedras hincadas eran amplios espacios literalmente sembrados de piedras, frecuentemente puntiagudas y de aristas cortantes, dejando pequeños espacios entre unas y otras, y colocadas siempre en las zonas más vulnerables de los poblados, es decir, en las inmediaciones de las puertas. De esta manera se entorpecía la arribada en tromba de los atacantes a pie.

La agricultura vettona fue básicamente cerealista, con distintas variedades de trigo y cebada resistentes al clima frió y seco. Recolectaban bellotas y miel para endulzar los alimentos. El grano de cereal se transformaba en harina para consumo domestico. También fabricaban harinas a partir de las bellotas. No cabe duda que el paisaje actual del Barranco, fundamentalmente formado por pinares, tenía poco que ver con las grandes extensiones existentes entonces de robles y encinas y en las zonas montañosas como la que nos ocupa debió significar un consumo importante como sustituto del pan de cereal. La época de maduración de la bellota oscila entre los meses de octubre y enero, lo que haría necesario desarrollar sistemas de almacenaje para conservar y aprovechar este valioso recurso a lo largo del año.

En el entorno vegetal del Barranco existieron bosques densos de encinas, enebros, quejigos, nogales, castaños, acebos, bosques de ribera y entornos empradizados muy aptos para la caza y el pastoreo, lo que conlleva, además, implicaciones extraordinariamente positivas desde el punto de vista faunistico. Masas forestales extensas con la vegetación propia del sotobosque dio paso a mamíferos salvajes como el ciervo, el uro, el caballo salvaje, el oso, el lobo, el jabalí, el lince, el corzo, el gato montes o el castor algunos de los cuales aun sobreviven en sectores marginales del valle.

Hay que destacar el papel preponderante que jugaron los caballos dentro de la sociedad vettona, como un elemento de ayuda en el pastoreo del ganado, y como arma de preponderancia militar. Plinio, escritor romano, da noticias de que entre los lusitanos se criaba una raza de caballos tan veloces que origino la leyenda de que las yeguas las fecundaba el viento. Los caballos vettones podemos suponer que competirían con los lusitanos en rapidez y operatividad.

Lana, lino, esparto, cáñamo, pieles y cuero de destinaban a la realización de prendas, adornos y variados tipos de recipientes. El atuendo masculino se componía de una túnica corta, sujeta con cinturón, y de un pantalón o bracae. Encima, como ropa de invierno para protegerse de los fríos de Gredos, se cubrían con el sagum o capa con capucha, pieza gruesa de lana oscura o negra, prendida por fábulas de bronce o hierro. El atuendo femenino, además del sagum, constaba de una túnica larga con mangas, cubriéndose la cabeza con un tocado o mantilla.


Cuando fallecían los vettones inicialmente inhumaban a sus muertos en túmulos, es decir los depositaban en tierra y los cubrían con montones de piedra; en una época posterior, los incineraron. Nunca se dio entre ellos el enterramiento en fosa, y menos aún, en sepulcro excavado en la roca.

Los cementerios vettones constituyen una fuente esencial de información. La cremación de los cuerpos era el ritual característico y se llevaba acabo quemando en una pira el cadáver vestido con sus mejores galas, armas y adornos. Las cenizas y demás restos eran recogidos y depositados en una vasija de barro y llevados al cementerio.

Característico de los cementerios vettones es su localización frente a las puertas de los poblados, no más de 300 metros de distancia y su proximidad a las corrientes de agua. La erección de pequeños túmulos encima de los restos incinerados, como una especie de hito bien visible, sugiere, tal vez, que el muerto debía ser recordado por las generaciones venideras.

Aunque el rito de la incineración fue el más extendido entre los pueblos prerromanos en la Meseta, existen evidencias que determinan que no fue el único utilizado. Me refiero sobre todo a la exposición de los cadáveres para que fuesen devorados por los buitres, pues existía la creencia de que si se moría en combate noble y valiente, al ser devorados por los buitres serian retornados al cielo, junto a los dioses de lo alto. Mientras que siguiendo la misma lógica, a los enemigos vencidos se les corta la cabeza, residencia del alma, para que no puedan ascender a los cielos.

La costumbre de comer en círculo en torno a un recipiente y por riguroso orden, dando el primer asiento a la edad y al honor, ha sido característico de los pueblos del interior peninsular. Parece obvio que estas comunidades tenían una fuerte jerarquización interna y que los líderes verían reforzado su poder en función del apoyo social a sus propuestas.

Sus casas eran de tipo rectangular, de una sola planta y con varias habitaciones, con muros de piedra y techos de madera y paja. El suelo era de piedra apisonada o simplemente de tierra arcillosa y las paredes interiores estaban recubiertas por una especie de estuco. Parece ser que para preservar de humedades el suelo de la vivienda, éste solía estar un poco más elevado que el nivel del terreno exterior de la misma. El ganado era encerrado en el exterior del poblado en recintos construidos para este efecto. La habitación principal, destinada a la reunión familiar, estaba presidida por un hogar central en medio de la estancia, en se reunían y cocinaban, una abertura en el techo facilitaba la salida de humos. La familia sentada en bancos corridos, largos se pasaba el guiso por orden de antigüedad entre sus miembros, siendo los ancianos de la familia los primeros en ser alimentados, con lo que demuestran que su cultura veneraba y respetaba la imagen de sus mayores, poseedores del conocimiento que se transmitía de generación en generación. Era un pueblo hospitalario y amaban la danza y la música. Su cultura fue adsorbida por la cultura romana y con posterioridad por el cristianismo. No obstante han quedado algunas costumbres o tradiciones de aquella época en el Barranco.

La guerra formaba parte de la estructura socioeconómica de estas gentes. En este contexto puede resultar útil la cita de Estrabon, según la cual los vettones sólo concebían que los hombres guerrearan o descansaran. La traducción del término vetones o vettones tiene el significado de hombres de guerra, luchadores o guerreros. En cierto modo la sociedad vettona era muy similar a otras sociedades europeas, donde el sistema de prestigio descansaba en la perpetuación de los conflictos a través del duelo o combate singular, en el que representantes de cada parte resolvían las diferencias enfrentándose entre si.

Adoraban a dioses protectores asociados a la naturaleza. Montes sagrados, fuentes, árboles, ríos, etc… El lobo tenía carácter protector. Estas gentes celebraban sus cultos al aire libre. Estos sitios relacionados con el culto a la divinidad presentan modalidades muy diversas, podía tratarse de la cima de una montaña o un lugar elevado, un claro en el bosque, una peña, una cueva las fuentes, los ríos o los manantiales. Existen indicios arqueológicos de santuarios a cielo abierto, distinguiéndose sobre todo por la presencia de grandes canchos de granito vinculadas a complejos rituales de sangre, fuego y agua. Sabemos que uno de los mitos más antiguos del hombre es la adoración al árbol. El misterio del árbol que da flores y frutos, que protege con su sombra y proporciona leña para el fuego del hogar, es una constante del pasado Eran pues, los bosques de encinas, junto a los de roble, los lugares elegidos por los sacerdotes vettones (los druidas) para celebrar sus reuniones de culto. En determinados lugares rodeados de estos árboles se intercambiaban sus conocimientos, y eran estos parajes de espesura arbórea sus únicos templos, no habiendo llegado a nuestros días restos de construcciones vettonas utilizadas con fines religiosas. La celebre fortaleza del árbol de roble es en verdad mítica. El muerdazo, de verdor perenne, planta parasitaria de algunas especies arbóreas, fue junto a la encina y el roble los vegetales más venerados por los vettones, debiéndose sin lugar a dudas tal respeto al alimento natural que, en el caso de la encina y el roble, las bellotas, les reportaban.

La emigración como mercenario a los ejércitos era una forma habitual de adquirir riqueza y prestigio. En las guerras civiles habidas entre Cesar y Pompeyo los vettones aparecen enrolados en el ejercito pompeyano. El robo de ganado y los ataques por sorpresa contra comunidades vecinas era práctica habitual. La movilidad y la necesidad de acceder y controlar grandes extensiones de pastos y agua los hacia muy agresivos. Por Diodoro y Estrabon sabemos que los vettones y los lusitanos practicaban saqueos y pillajes estacionales y luego volvían a casa con el botín. Una de las formas más simples en la resolución de los conflictos era el duelo. En la clásica guerra celta, los héroes se adelantaban lanzando insultos al enemigo. Entonces se iniciaba un combate individual a la vista de ambos ejércitos.

No presentan batalla campal en ningún momento, saben de la superioridad de las legiones romanas cuando están en formación, son difíciles de atacar, se cierran bien y se despliegan con disciplina. Era necesario llevarles al terreno escarpado para efectuar ataques rápidos y efectivos, utilizando dardos y hondas, para más tarde, retroceder hacia mejores posiciones de defensa, a la misma velocidad, esto hacia que las legiones se abrieran más, se estirasen, facilitando el ataque. Para ello disimulaban ataques con parte de la caballería, para más tarde efectuar una retirada que llevaba a las tropas romanas, a caer en la emboscada, que les aguardaba entre las montañas, donde les llovían guerreros enfurecidos que gritaban y disparaban todo tipo de proyectiles. Comentan los historiadores que la costumbre de estos pueblos, al igual que lo hacían los más puros celtas del norte, era la de exhibirse ante el enemigo, con el pene erecto, en prueba de virilidad, a modo de desafió y provocación. Un pequeño escudo de madera con protecciones de hierro “la caetra”, se deslizaba por delante de su pecho, con gran destreza para evitar los dardos y parar los golpes de espada. El terrible solliferreum ó azagaya que consistía en una jabalina hecha totalmente de hierro, se utilizaba en el ataque a corta distancia, estas, lanzadas con fuerza atravesaban los escudos y armaduras de los legionarios romanos. Las espadas que encontramos en todos los yacimientos de las tierras de lusitanos y vettones son de clara semejanza a las de los pueblos etruscos y greco-fenicios con los que mantenían una clara relación en la época pre-romana. Una rica decoración en las mismas, en su empuñadura y funda metálica. El temple dado a estas armas de hierro, hacían de ellas un peligroso enemigo, cortante por ambas caras, manejadas con fuerza, podían dividir en dos a un hombre de un solo tajo, como nos relatan los antiguos historiadores romanos.

La conquista del territorio vettón por parte de Roma se produjo durante las guerras del 154-133 a.C. , a consecuencia de las cuales Roma, después de vencer a Viriato y a los celtiberos, extendió su dominio a la Meseta septentrional. Fue en el año 61 a.C. cuando Julio Cesar fue nombrado gobernador de la España Ulterior, y con el pretexto de erradicar las rapiñas de vettones y lusitanos, hizo con actuaciones militares entre el Duero y el Tajo que la población abandonase los poblados fortificados y bajar al llano.

Los principales restos de los vettones se conservan en sus “castros”, auténticas pequeñas ciudades fortificadas, con murallas y fosos, en las que vivían entre 500 y 2000 personas como máximo. Entre los castros más famosos y mejor conservados están los abulenses de Las Cogotas, La Mesa de Miranda, Ulaca y El Raso de Candeleda, situados en lugares que conservan prácticamente el paisaje originario.
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